martes, 22 de octubre de 2013

Inseguridad: Algunos apuntes

El ítem que trata el informe es la seguridad y, por consiguiente, la inseguridad. Tema recurrente en toda campaña electoral desde que tengo memoria, son muchas las propuestas, muchas las medidas tomadas, pero lo cierto es que el fenómeno sigue existiendo y se profundiza.
Por eso es que reproduzco aquí algunos extractos de ese informe que, si bien tiene sus años y abarca una región diferente a la nuestra (aunque lamentablemente no por mucho) si sirve para tomarlo como base desde lo conceptual.

La “seguridad ciudadana” se entiende aquí como la protección de todas las personas contra el riesgo de sufrir un delito violento o de despojo.

Vivimos rodeados de incertidumbre. En parte por ignorancia y en parte porque quizás la realidad es en sí misma impredecible, tenemos –si acaso– unas pocas certezas acerca del futuro. Y aun cuando supiéramos el qué y el cuándo, hay demasiadas cosas que no dependen de nosotros y por lo mismo no podemos controlar.
Algunos de esos muchos eventos posibles nos serían favorables y otros más nos serían indiferentes; pero infortunadamente también hay otros que nos harían daño. A estos últimos eventos, que usualmente llamamos “riesgos” o “amenazas”, alude en general la idea de “(in)seguridad”: ¿Qué tan probable es que ocurra el evento indeseable?, ¿cuándo?, ¿qué tanto me afectaría?, ¿qué puedo o qué debo hacer para protegerme frente a esa contingencia?
La noción de (in)seguridad es intuitivamente obvia, pero su manejo correcto en realidad exige un tipo especial de razonamiento, el “probabilístico” o “aleatorio”, que no es parte del sentido común, que a veces contradice el sentido común, y que requiere la formación especial de un estadístico o de un actuario.
El razonamiento probabilístico se basa en un hecho contundente: aunque no sabemos qué va a pasar en un caso determinado, sí podemos estimar con bastante certeza la proporción de los casos en los cuales se dará el resultado. Este manejo riguroso de la (in)seguridad no es mera ciencia ficción; es la base de la industria multimillonaria de los seguros que, apoyada en modelos matemáticos, puede garantizarle a usted la protección contra el riesgo asegurado. Esta medición, basada en datos comprobados, refleja el grado de seguridad o de inseguridad que podemos llamar (in)seguridad objetiva.
Pero además de la (in)seguridad objetiva, existe la (in)seguridad subjetiva, o estimación que cada quien hace sobre el grado de riesgo al que está expuesto. Esta estimación puede estar basada en datos estadísticos, puede coincidir con la medición objetiva, y hasta puede ser más confiable que la que usa la compañía de seguros. Sin embargo, la (in)seguridad subjetiva es una percepción o sensación influida por múltiples factores racionales e irracionales, conscientes e inconscientes, entre los cuales cabe mencionar el temperamento, la experiencia, los prejuicios, la información “objetiva” y las opiniones de los demás.
Por eso mismo, la inseguridad percibida o el grado de (in)seguridad subjetiva puede y suele ser muy distinto del grado de (in)seguridad objetiva. Esta diferencia es irremediable y es además un hecho cardinal para cualquier análisis tocante a la (in)seguridad, especialmente en tanto el diseño de estrategias privadas o de políticas públicas para enfrentar el problema no depende solo de la (in)seguridad objetiva sino también –y aún a veces, principalmente– de la (in)seguridad percibida por los sujetos del riesgo.
También importa notar, desde un principio, que la (in)seguridad como tal no existe sino que existen (in)seguridades o sea grados específicos de (in)seguridad de distintos individuos frente a distintos riesgos. Esto da lugar a un problema de agregación, o sea de identificar modalidades de (in)seguridad lo suficientemente comunes, “típicas” o relevantes como para justificar su análisis o su tratamiento mediante políticas especiales.
De una parte, y puesto que la (in)seguridad objetiva o subjetiva puede referirse a cualquier situación de incertidumbre, es habitual añadirle un adjetivo que precise a qué tipo de amenazas nos estamos refiriendo (“seguridad social”, “seguridad industrial”, “seguridad ciudadana”, etc.); pero aún entonces hay lugar a discusión sobre los riesgos exactos que, por ejemplo, deberían cubrir la “seguridad social” o la “seguridad ciudadana”.
De otra parte, hablamos de (in)seguridad “personal”, “familiar” o “nacional” –como también hablamos de seguridad “de las viviendas” o “de las cosechas”–, para aclarar la clase de unidades o sujetos expuestos a cada tipo de riesgo. Pero aun en una misma sociedad y para un mismo tipo de (in)seguridad existen diferencias considerables en el grado de riesgo objetivo y de riesgo percibido por distintos individuos: tanto el peligro como el temor de quedar desempleado, por ejemplo, dependen de si usted vive en la ciudad o en el campo, de su sexo, su edad, el color de su piel o su nivel educativo. Y de aquí surgen preguntas fundamentales, como son: ¿de qué tipo de persona hablamos cuando hablamos de “la” (in)seguridad?; ¿cómo escoger los sujetos y los riesgos prioritarios?; ¿cómo escogen las autoridades?; ¿cómo esa escogencia afecta la (in)seguridad de las demás personas? Estas cuestiones empíricas y políticas no se esfuman por el hecho de ignorarlas, y por eso a lo largo de este Informe las iremos abordando en forma explícita.
Por lo dicho hasta aquí se entenderá que existan muchas definiciones de la (in)seguridad, que ellas sean más o menos rigurosas y que difieran tanto en el tipo de riesgo contemplado como en la identidad del sujeto expuesto al riesgo. Pero además las definiciones difieren en incluir o no alguna precisión acerca de la causa de la amenaza o de la mejor manera de afrontarla –caso en el cual la definición deja de ser meramente descriptiva (cómo son las cosas) y se convierte en una definición explicativa (a qué se deben las cosas), o en una definición normativa (cómo deben ser las cosas)–.
En la vida real la criminalidad es un fenómeno complejo, que con frecuencia implica una cadena de actos ilegales conducentes o de algún modo resultantes en el delito contra la persona o contra su derecho a disfrutar del patrimonio.
Las diferencias mencionadas a veces son obvias pero, en un campo particular –por ejemplo, la seguridad ciudadana– es más frecuente que sean sutiles y que no se hagan explícitas sino después de cierta reflexión. Por eso los párrafos que siguen intentan una precisión inicial sobre el concepto de (in)seguridad ciudadana en el contexto del desarrollo humano, de sus características y de su relación con otros conceptos usuales en este campo.


B. Desarrollo humano y seguridad humana

Durante muchos años se creyó que el desarrollo consistía en aumentar la riqueza o el ingreso promedio de un país. Pero los habitantes de dos países con un ingreso per cápita similar, como decir Suecia y Arabia Saudita, pueden tener una calidad de vida sumamente diferente. Por eso fue necesario replantear el concepto de desarrollo, hasta llegar a la idea del “desarrollo humano” entendido como “un proceso mediante el cual se amplían las oportunidades de los individuos”. El ingreso es una fuente importante de oportunidades –u “opciones”, o “libertades concretas”, como también se las llama–; pero no es la fuente única: la educación, la libertad política o el medio ambiente saludable, entre otros muchos, contribuyen a que los seres humanos tengamos vidas más plenas.
El ingreso, igual que la educación, la democracia o la protección del medio ambiente no son entonces fines en sí mismos, sino medios para que las personas puedan disfrutar de más opciones: el objetivo del desarrollo es la gente. Al desarrollo pueden contribuir muchos factores, como la geografía o los recursos naturales; pero son las acciones u omisiones humanas las que en efecto explican el avance (o el atraso) de los países: el desarrollo es hecho por la gente. El desarrollo implica muchas cosas materiales y muchos cambios sociales, pero el desarrollo consiste en que la vida de las personas mejore: el desarrollo es desarrollo de la gente. Y así, evocando una frase clásica, el desarrollo humano viene a ser “el desarrollo de la gente, por la gente y para la gente”.
El desarrollo humano se refiere a todas las cosas que una persona puede ser o hacer para llevar una vida plena. Para efectos de medición, sin embargo, este concepto amplio se ha concretado en las tres oportunidades básicas que incluye el conocido Índice de Desarrollo Humano: la oportunidad de disfrutar de una vida prolongada y saludable, la oportunidad de acceder a la educación y la oportunidad de tener un nivel de ingreso “decente”.
Ahora bien, una condición fundamental para disfrutar del desarrollo humano es que las oportunidades u opciones no desaparezcan de un momento a otro o, en otras palabras, que ellas sean seguras. Tan importante es esta condición, que uno de los primeros Informes Mundiales de Desarrollo Humano acuñó la expresión “seguridad humana”, en los siguientes términos:
"El desarrollo humano es un proceso de ampliación de la gama de opciones de que dispone la gente; la seguridad humana significa que la gente puede ejercer esas opciones en forma segura y libre".
Aunque el concepto “seguridad humana” en principio es tan amplio como lo es el propio “desarrollo humano”, el Informe citado destacó dos fuentes principales de inseguridad humana: “los riesgos crónicos, tales como el hambre, la enfermedad o la represión”, y “las alteraciones súbitas y dolorosas en la vida cotidiana, ya sea en el hogar, en el trabajo o en la comunidad”.
Más específicamente, aunque “la lista de amenazas a la seguridad humana es muy extensa, la mayoría de ellas puede agruparse en siete categorías principales”: la inseguridad económica, la alimentaria, la de salud, la del medio ambiente, la personal, la comunitaria y la política.
De esta manera, en su formulación inicial, la seguridad humana aludía a una gama muy amplia de amenazas, incluyendo los desastres naturales, los conflictos armados, las hambrunas, las epidemias, la recesión económica, el desempleo, la criminalidad, la pobreza extrema, la contaminación ambiental y las dictaduras.
Dado el interés que despertó el concepto, la ONU convocó una Comisión de Seguridad Humana que propuso una definición más precisa:
La seguridad humana consiste en proteger el núcleo central de todas las vidas humanas contra riesgos graves y previsibles, de una forma con gruente con la realización humana de largo plazo.
Comparada con la noción inicial citada, esta definición deja en claro que no se trata de prevenir todos los eventos que puedan perjudicar el desarrollo humano, sino solo las amenazas “graves y previsibles” contra las oportunidades básicas (o “el núcleo central de las vidas humanas”); y la Comisión añade el elemento normativo según el cual la prevención debe “ser congruente con la realización humana de largo plazo”.
De lo anterior podemos concluir que la seguridad humana es una condición necesaria para aprovechar las libertades concretas, opciones u oportunidades que integran el desarrollo humano.
La relación entre los dos conceptos es muy estrecha, pero el de “seguridad” subraya la protección y el de “desarrollo” la realización; el uno mira al riesgo, el otro a las oportunidades; la seguridad alude al “núcleo central” de la vida humana, el desarrollo a todas sus posibilidades; este piensa más en las libertades “positivas”, aquella en las libertades “negativas”; la seguridad si se quiere es más apremiante, pero el desarrollo no será genuino si no es seguro.


C. Seguridad humana y seguridad ciudadana

Tal como la entendemos en este Informe, la seguridad ciudadana es una modalidad específica de la seguridad humana, que puede ser definida inicialmente como la protección universal contra el delito violento o predatorio. Seguridad ciudadana es la protección de ciertas opciones u oportunidades de todas las personas –su vida, su integridad, su patrimonio– contra un tipo específico de riesgo (el delito) que altera en forma “súbita y dolorosa” la vida cotidiana de las víctimas.
Pero la seguridad ciudadana es un concepto mucho más restringido que la seguridad humana: primero, porque se fija apenas parcialmente en uno de los siete componentes que el mencionado Informe sobre Desarrollo Humano incluye en la seguridad humana (la que llama “seguridad personal”); segundo, porque excluye los daños causados por la naturaleza y, tercero, porque considera solo un tipo particular de acción humana –los delitos contra la vida, la integridad y el patrimonio–.
Con todo, y sin negar la importancia de otras dimensiones de la seguridad humana, vale destacar cinco características de la seguridad ciudadana que le dan una centralidad, una urgencia y un cariz muy especiales:

• En primer lugar puede decirse que la seguridad ciudadana está en la base de la seguridad humana. En efecto: el hecho de estar vivo es la oportunidad más básica que puede disfrutar un ser humano; la integridad personal es condición necesaria de su libertad y dignidad; y el patrimonio –que es necesario para adquirir casi cualquier bien o servicio– es fácilmente la siguiente oportunidad en importancia. La violencia o el despojo criminal sin duda califican como amenazas “graves y previsibles” contra estas tres oportunidades fundamentales, cuya protección viene a ser el objeto de la seguridad ciudadana.
• En segundo lugar, la seguridad ciudadana es la forma principal de la seguridad humana. Pudimos y aún hoy podemos vivir indefensos frente a la naturaleza –frente a los terremotos, la enfermedad y la muerte–, pero nuestra supervivencia como especie depende de un “contrato social” que nos impida destruirnos los unos a los otros. Lo contrario sería aquella “guerra de todos contra todos”, el hipotético estado previo a la sociedad donde “el hombre es un lobo para el hombre”, donde se roba y se mata para vivir y donde, para seguir con las palabras clásicas de Hobbes, “la vida humana es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.
• En consecuencia, y en tercer lugar, la seguridad ciudadana garantiza derechos humanos fundamentales, los cuales, recordemos, “son los derechos que tienen todas las personas, en virtud de su humanidad común, a vivir una vida de libertad y dignidad. Otorgan a todas las personas la posibilidad de presentar reivindicaciones morales que limitan la conducta de los agentes individuales y colectivos y el diseño de los acuerdos sociales, y son universales, inalienables e indivisibles”. Por ende, el fundamento de las políticas de seguridad ciudadana no es otro que proteger los derechos humanos “universales, inalienables e indivisibles” de las víctimas actuales o potenciales de la delincuencia.
• En cuarto lugar, y derivado de lo segundo, la protección contra el crimen viene a ser el deber más inmediato del Estado e incluso la razón misma de ser del Estado. Lo cual en todo caso implica que la seguridad respecto del crimen es un componente esencial de la ciudadanía y un derecho fundamental del ciudadano o ciudadana, vale decir: que no solo cabe la reivindicación “moral” sino que existe una base jurídica para exigir la protección del Estado contra el crimen. Este carácter de obligatoriedad jurídica (que es el rasgo distintivo de la ciudadanía), por supuesto tiene implicaciones de fondo para las políticas o programas de seguridad humana.
• Por último, pero de singular importancia, la seguridad ciudadana atañe inmediatamente a la libertad, que es la esencia del desarrollo humano. En efecto: un delito es un acto deliberado de un ser humano en perjuicio abusivo de otro ser humano. El delito es una “opción” o una oportunidad para quien lo comete, pero es precisamente la opción que un ser humano debe descartar porque destruye injustamente las opciones del otro. El delito es una opción indeseable y su mejor antídoto es la existencia de alternativas legítimas.


D. Los delitos a estudiar

Entre los especialistas hay controversia sobre el modo preciso de definir el delito. Para nuestros efectos, sin embargo, bastará con aclarar que nos referimos a conductas: (a) Censurables por naturaleza –mala in se– y no apenas en virtud de convenciones sociales –mala prohibitia–; (b) que afectan de modo injusto los derechos fundamentales de sus víctimas –la vida, la integridad personal y el patrimonio–, y (c) que han sido tipificadas y penalizadas por la legislación.
En principio, el Informe abarca todos los delitos contra las personas y contra el patrimonio, pero con un énfasis y un nivel de detalle que varían en función de cuatro circunstancias propias de cada delito: (a) La gravedad del daño causado a la víctima; (b) la alarma que produce, o el impacto aparente del acto sobre la percepción general de inseguridad; (c) la frecuencia relativa de ese delito (pues algunos ilícitos son muy poco comunes), y (d) la disponibilidad y confiabilidad de las estadísticas y demás información pertinente sobre el ilícito en cuestión. Estos cuatro factores están relacionados entre sí pero no siempre coinciden en apuntar hacia unos mismos delitos, de manera que estamos ante una cuestión estimativa.
El delito que combina mejor los cuatro rasgos anteriores es por supuesto el homicidio doloso o “acto de ocasionar intencionalmente la muerte de otra persona, incluido el infanticidio”; por su carácter emblemático, este delito estará en la base de buena parte de nuestros análisis.
Pero hay otros cuatro tipos de delitos contra las personas que reclaman atención separada: la agresión (“ataque físico contra otra persona, comprendidas las distintas categorías de lesiones”); la violación (“acceso carnal procurado sin el consentimiento válido de la otra persona”) –extensible a “los ataques deshonestos”)–; el secuestro (“retención ilegal de una persona contra su voluntad, para obtener beneficios económicos o de otra índole”), y la trata de personas (“comercio ilegal de personas con propósitos de esclavitud reproductiva, explotación sexual, trabajos forzados, extracción de órganos, o cualquier forma moderna de esclavitud”).
En cuanto a los delitos contra el patrimonio, es común distinguir tres grandes modalidades: el robo, que conlleva el uso de “violencia o la amenaza de violencia contra las personas”; el hurto o “sustracción no violenta de bienes ajenos sin el consentimiento de su dueño”, y la estafa o “adquisición indebida de bienes ajenos por medio del engaño”. A estos tres delitos, que sobre todo suelen afectar el patrimonio privado, agregaremos el “soborno” y el “cohecho”, como modalidades principales de la corrupción que afecta el patrimonio público o colectivo, vale decir, el patrimonio de todos y cada uno de los ciudadanos y las ciudadanas.
En resumen, nuestro concepto de seguridad ciudadana se refiere básicamente a la protección universal frente a los siguientes:

Delitos contra las personas
_Homicidio doloso
_Agresión
_Violación
_Secuestro
_Trata de personas
Delitos contra el patrimonio
Privado
_Robo
_Hurto
_Estafa
Público
_Soborno
_Cohecho

La enumeración anterior, para insistir, no es exhaustiva. Su intención es destacar las principales amenazas a la seguridad ciudadana esto es, las conductas delictivas que mejor se ajustan a los criterios mencionados de gravedad del daño, alarma social, frecuencia y disponibilidad de información. Pero por supuesto existen otros delitos contra las personas (homicidio culposo, difamación...) y contra el patrimonio (apropiación indebida, vandalismo, incendio, fraude electrónico...), que por eso califican como amenazas a la seguridad ciudadana y sin embargo no serán objeto de análisis individualizado en el Informe.
No menos importante es advertir que estos no son los únicos delitos de los cuales debemos hablar en este Informe. En la vida real la criminalidad es un fenómeno complejo, que con frecuencia implica una cadena de actos ilegales conducentes o de algún modo resultantes en el delito contra la persona o contra su derecho a disfrutar del patrimonio. Esto vale especialmente en relación con el crimen organizado: la asociación para delinquir, el tráfico de armas, el lavado de activos o el comercio de bienes ilegales son delitos que debemos estudiar porque están muy estrechamente relacionados con la violencia y el despojo, aunque no dañen directamente a las personas o a su patrimonio.

La seguridad humana consiste en proteger las opciones básicas “de una forma con gruente con la realización humana de largo plazo”. Para que exista de veras seguridad ciudadana, su protección debe respetar y fomentar ciertos valores éticos y políticos.

Hay una complicación adicional. El Estado de derecho exige que los delitos estén exactamente definidos o “tipificados” en la ley penal, y que la interpretación de esa ley por parte de los jueces sea restrictiva. Sin embargo, el margen de interpretación es connatural al acto de juzgar y por eso una misma conducta puede ser calificada o no como delito. Es más: la valoración social de una conducta no siempre coincide con su valoración legal.
Estas dos fuentes de relatividad afectan, por un lado, a la validez de las estadísticas criminales (qué se contabiliza como delito) y, por otro, a nuestra definición de la (in)seguridad ciudadana en tanto ella depende del concepto “delito”. Pero no está en nuestras manos controlar la subjetividad de los jueces ni la diversidad de valoraciones morales, por lo cual en este punto debemos limitarnos a que la lectora o el lector estén advertidos.
Sin importar qué diga la cultura, hay conductas intrínsecamente inaceptables porque dañan “el núcleo central de las vidas humanas”. Aun en la privacidad de la familia, la violencia contra la mujer es una violación de los derechos humanos; y la sustracción “sutil” del patrimonio público es un robo que se hace al bienestar de todos, y en especial al de los más pobres. Son formas, digamos, objetivas de la inseguridad ciudadana, así muchos o algunos ciudadanos no las perciban como tales.


E. Seguridad ciudadana y desarrollo humano

Al atentar contra la vida, la integridad o el patrimonio de sus víctimas, los delitos enumerados arriba impiden el ejercicio de una libertad concreta, sacrifican una opción legítima o destruyen una oportunidad de realización humana: la inseguridad ciudadana es una negación flagrante del desarrollo humano. Pero además de este impacto inmediato, los delitos en cuestión afectan negativamente otras variables o procesos económicos, sociales y políticos que a su vez facilitan el desarrollo humano.
La evaluación de los daños del delito ha sido tema de numerosos estudios, la mayoría de los cuales pretende medir sus costos, pues este dato es crucial para saber la eficacia de invertir en distintos programas o estrategias de seguridad ciudadana. Es común agrupar dichos daños o costos bajo diversas categorías, y en especial: daños directos e indirectos; costos monetarios y daños no monetarios; costos de corto plazo y de largo plazo; y costos o daños para la víctima, para el fisco y para la sociedad.
Resulta pues claro que, además de cegar las opciones de sus víctimas (“daños humanos”), los delitos contra las personas o contra el patrimonio tienen efectos nocivos para el crecimiento económico (daños económicos) para la integración social (daños sociales) y para la democracia (daños políticos), que vienen a ser los tres motores fundamentales del desarrollo humano. Esta, si falta hiciera, es razón suficiente para justificar la definición de seguridad ciudadana que adoptamos en nuestro Informe sobre Desarrollo Humano. Dicho que la inseguridad ciudadana perjudica el desarrollo humano, queda por ver la relación inversa –o sea si el desarrollo humano incide sobre la seguridad ciudadana–. En el plano conceptual ya dimos la respuesta, y es un sí: el delito, dijimos, es una opción indebida y su mejor antídoto es la existencia de alternativas legítimas. Traducido a un lenguaje más concreto, este aserto significa que una política inteligente de seguridad ciudadana debe subrayar la creación de oportunidades “valiosas” o legítimas para disminuir el riesgo del delito (“prevención”) para resarcir a las víctimas (“compensación”) y para llevarle desarrollo humano también al infractor (“rehabilitación”). Eso en el plano normativo, porque en el plano empírico la relación entre el nivel de desarrollo humano e incidencia de la criminalidad no ha sido examinada con suficiente rigor. Existen, sí, numerosos estudios históricos o estadísticos que miran al impacto del crecimiento económico sobre las tasas de criminalidad, y estos estudios en general confirman que al aumentar la riqueza del país disminuye la rentabilidad del delito –tanto porque hay mejores alternativas como porque es más probable ir a la cárcel–. Por otra parte, sin embargo, se sabe que la modernización social –sobre todo si es acelerada, si implica desarraigos masivos (por ejemplo una muy rápida urbanización) y si agrava la desigualdad– debilita los controles tradicionales y eleva, por esta vía, la incidencia del delito.

Clasificación de los daños causados por los delitos violentos y predatorios
Daños humanos
_Para la vida, la integridad física, la autonomía sexual, la libertad personal y el traumatismo de la víctima y de sus allegados
Costos económicos directos
_Para las víctimas potenciales (primas de seguros y otros gastos en seguridad privada)
_Para la víctima o sus allegados (gastos médicos e ingreso perdido por el  daño o daños)
_Para el delincuente (ingreso perdido por estar en la cárcel)
_Para el Estado (costos de salud y costos del sistema de seguridad y justicia)
Daños o costos económicos indirectos
_Menor productividad laboral (incapacidad, ausentismo, emigración)
_Menos ahorro (y fuga de capitales)
_Menos recaudo fiscal y mala asignación del gasto público
Daños sociales
_Pérdida de confianza y disminución del “capital social”
Daños políticos
_Pérdida de confianza en las instituciones
_Desconfianza en el Estado de derecho.


F. Valores y seguridad ciudadana

De regreso al aspecto normativo, repitamos que la seguridad humana consiste en proteger las opciones básicas “de una forma congruente con la realización humana de largo plazo”. Para que exista de veras seguridad ciudadana, su protección debe respetar y fomentar ciertos valores éticos y políticos; no todas las formas de protección contra el delito son aceptables, y algunas de hecho aumentan la (in)seguridad ciudadana.
Esta es una restricción consustancial al paradigma del desarrollo humano. Al decir que el desarrollo no se reduce a elevar el ingreso sino que abarca todo el espectro de las opciones humanas, se está diciendo que la eficiencia económica no es el único valor sino que hay varios valores igualmente “valiosos” o deseables: la libertad política, la equidad social, la participación de la comunidad, la sostenibilidad ambiental o la seguridad humana. Por eso mismo la escogencia y evaluación de políticas o programas enfocados al desarrollo humano debe atender a esa serie de valores, y favorece las alternativas que logran más “sinergias” o que más contribuyen al logro simultáneo de los distintos valores.
Para nuestro caso, lo anterior significa que las políticas o programas de seguridad ciudadana deben por supuesto proteger, pero de modo tan eficiente, libre, participativo, sostenible y equitativo como sea “humanamente” posible. Y entre estos valores, es necesario destacar precisamente los dos que más peligro tienen de ser sacrificados o pospuestos en aras de la seguridad ciudadana: la libertad y la justicia. En efecto, algunas de las políticas o medidas en apariencia más eficaces para aumentar la seguridad implican desconocer o comprometer los derechos civiles o las garantías procesales que están en la base de la libertad. Y algunas otras estrategias o acciones de seguridad que parecen eficaces en efecto desconocen o hasta deterioran la seguridad de las personas más pobres o excluidas.
Subrayamos el adjetivo “aparente” porque, una vez que las políticas o acciones efectistas se evalúan a la luz de la experiencia, resulta ser que no reducen la inseguridad, o que lo hacen transitoriamente, o que de hecho acaban por agravar el problema que querían resolver. Así que en este Informe, a falta de una, invocaremos dos razones para abogar por una seguridad ciudadana que respete el Estado de derecho y promueva la equidad social: una razón a priori o de valores, y otra razón a posteriori o de eficacia.
Dicho de otra manera, una política de seguridad ciudadana inspirada en el desarrollo humano tiene que entender que la seguridad no es el único valor ni es un valor que pueda ser asegurado con prescindencia de la equidad y de la libertad. Primero, porque la seguridad es para proteger las opciones –o sea las libertades– de todas las personas –es decir para proteger de manera equitativa–, lo cual implica protección especial para aquellas personas cuya inseguridad es “invisible” y por tanto no está bien atendida. Segundo porque la seguridad  de todos implica libertad para todos y justicia para todos: libertad para las víctimas potenciales, que somos todos (libertad frente al miedo); libertad para los presuntos o probados autores del delito (libertad frente a la arbitrariedad); justicia para las víctimas del crimen (resarcimiento, o justicia conmutativa) y justicia para que las personas más vulnerables estén mejor protegidas (justicia distributiva).


G. Sobre algunos conceptos afines

Ya dijimos que en una definición hay matices y detalles que solo se hacen explícitos cuando avanza el análisis –y en este sentido cualquier definición es, paradójicamente, inagotable–. Sin embargo, con las precisiones hechas hasta ahora y para arrojar alguna luz adicional sobre el foco del Informe, es útil aludir muy brevemente a ciertos conceptos afines o cercanos al de (in)seguridad ciudadana –según acá la entendemos–.
De estos otros conceptos también existen formulaciones más o menos diversas, pero nos atendremos a su significado más común o más obvio:

• Se habla de seguridad pública para aludir, también, a la protección del ciudadano frente al crimen; y la Organización de Estados Americanos (oea) utiliza este concepto en un sentido bastante similar a nuestra “seguridad ciudadana”; pero en otros contextos la “seguridad pública” tiene un deje impersonal y estatista que contrasta con el acento sobre la libertad y la participación de la seguridad “ciudadana”.
• La seguridad comunitaria agrega un saludable énfasis sobre la solidaridad, pero abarca amenazas al bienestar de la comunidad de muy diversa índole, no solo la del crimen, y en cambio baja el énfasis sobre el papel del Estado.
• La vulnerabilidad subraya o alude a la capacidad relativa de la persona o de la sociedad para prevenir o enfrentar determinado riesgo; la segurabilidad es un neologismo que describe esa capacidad respecto del delito.
• La convivencia ciudadana y sus análogos van más allá del respeto a los códigos penales para apuntar al civismo o a la cooperación; como veremos en el capítulo 10, estos son fuentes vitales de la seguridad ciudadana pero no son parte de su definición.
• La noción de orden público pone la tilde sobre la paz o la tranquilidad colectivas, no sobre los delitos comunes u ordinarios que producen la inseguridad ciudadana.
• La defensa nacional atiende a la seguridad colectiva frente a las amenazas de un Estado extranjero.
• La seguridad de Estado es un concepto político alusivo a determinado tipo de amenazas contra las instituciones.
• La seguridad nacional evoca el tiempo de la Guerra Fría y la dudosa existencia de un “enemigo interno” dentro del propio país.
• La “securitización” es otro neologismo para denotar el sobrepeso de la seguridad (mejor dicho, el del miedo) en el debate público, en el manejo de las luchas sociales y en las relaciones internacionales.

La seguridad democrática y la seguridad ciudadana comparten el sentido y los valores esenciales, pero la primera abarca más amenazas y entra en terrenos que van más allá de la seguridad ciudadana.




Capítulo 2
Para entender el delito
Sumario
Motivos (voluntarios) y causas (involuntarias) del delito. Las dos grandes escuelas. Por qué varían las tasas de criminalidad. Prevención y represión. El papel de la víctima. Seguridad y justicia son dos valores distintos. La percepción social del problema del crimen y sus implicaciones.


Después de aclarar qué se entiende por seguridad ciudadana y cuál es su relación con el desarrollo humano, este capítulo presenta algunos referentes básicos para describir y explicar el fenómeno que habitualmente llamamos “delito”.
El delito, en efecto, es un hecho social, una forma de interacción entre un conjunto de actores, cuyas percepciones y cuyas conductas definen el sentido, el alcance y las consecuencias de la acción delictiva. Cada delito es un episodio único y concreto –es el asesinato de Pedro o el robo que ayer le hicieron a Inés– y cada uno tiene su historia peculiar; pero ¿existen algunas dimensiones o elementos comunes que nos ayuden a interpretar esas muchas –y muy distintas– historias? Más aún, miradas en su conjunto, las historias singulares dan origen a un fenómeno distinto, a la “criminalidad” más o menos difusa, o al “problema del crimen” que percibe la opinión pública y que incide de modo decisivo sobre el manejo político e institucional de la delincuencia: ¿hasta dónde “el problema del crimen” es un reflejo adecuado de los hechos delictivos?
A partir de la literatura criminológica, este capítulo esboza una respuesta a las preguntas anteriores, analizando el modo como cada uno de los cuatro actores que intervienen en un hecho delictivo –el delincuente, la víctima, el aparato judicial y la sociedad en su conjunto– contribuyen y al mismo tiempo se ven afectados por ese hecho “objetivo”, y cómo se va moldeando la percepción ciudadana acerca del problema del crimen.
Porque se trata de cuestiones muy complejas, es importante empezar con dos notas de cautela. En primer lugar, la criminología es un campo extraordinariamente fecundo, donde convergen varias disciplinas, donde coexisten muy diversas escuelas y donde abundan los estudios y las publicaciones, de suerte que aquí nos limitamos a recoger y subrayar unas pocas ideas que nos parecen especialmente útiles para entender la inseguridad ciudadana que hoy afecta a Centroamérica. Segundo, y quizá más relevante, la criminología no es una ciencia “dura” y en opinión de algunos, ni siquiera es una ciencia; más bien es un conjunto no muy ordenado de saberes más o menos bien fundados que los expertos (académicos, jueces, policías y otros) utilizan para analizar y controlar los delitos. Ante tal “estado del arte”, solo vale advertir que en las páginas siguientes nos concentraremos en algunos esquemas analíticos y en algunas hipótesis causales que ya se encuentran bastante bien establecidos.


A. Itinerario y actores

Una de las razones que impiden hacer de la criminología una ciencia rigurosa es el hecho de que la persona que mejor conoce el delito –su autor– es la más interesada en esconderlo. Y es porque, repitamos, el delito como tal no existe; existe una multitud de actuaciones delictivas o de delitos concretos (o, más aún, de delitos presuntos o aparentes, puesto que calificar un hecho como delito en realidad requiere de un fallo judicial). Estos actos pueden ser muy parecidos entre sí (el carterista que roba a tres o cuatro transeúntes en la misma calle y en un mismo día), pero también pueden ser tan diferentes como una estafa lo es de un homicidio, o como asaltar un banco lo es de una violación. Aun si se trata del mismo tipo penal, digamos el homicidio doloso, es muy distinto el borracho que da muerte a otro borracho del sicario que asesina a un policía; y es muy distinto el asaltante callejero de la banda dedicada a asaltar bancos, aunque uno y otra incurren en un robo.
En esas circunstancias es muy difícil decir algo sensato sobre “las causas del crimen”, sobre el funcionamiento del “mundo criminal” o sobre cómo “acabar con la delincuencia”. Y sin embargo todos los actos delictivos tienen una misma secuencia de tres momentos o etapas, lo cual nos permite avanzar en algunas generalizaciones analíticas de utilidad para nuestro Informe. Las tres etapas corresponden al “antes”, el “ahora” y el “después” del hecho delictivo, y consisten respectivamente en:

• Una serie compleja de motivos y causas de la acción delictiva
• Una interacción concreta entre autor y víctima
• Una reacción determinada por parte de la sociedad y del Estado.

Visto desde otro ángulo, en el proceso que llamamos “delito” intervienen cuatro actores –el delincuente, la víctima, la sociedad y el sistema penal–, que intercambian acciones y reacciones o mejor, que contribuyen de maneras distintas al desarrollo del evento y que lo perciben de distintas maneras.


1. El delincuente: causas y motivos del delito

El primer tema a estudiar en la dinámica del delito es la “compleja serie de motivos y causas” que lo originan. Motivos son las razones voluntarias que impulsan al actor; las causas son factores involuntarios –objetivos o inconscientes– que de uno u otro modo conducen a la acción. La distinción entre motivos y causas del delito es el dilema central de la teoría criminológica. Aunque podría decirse que el peso relativo de los motivos voluntarios y el de las causas objetivas varía de evento a evento, hay quienes consideran que en general predominan los primeros y hay quienes opinan que importan más las segundas. De aquí nacen las dos grandes “escuelas” o corrientes de la criminología, una que mira al delito como la acción voluntaria de un individuo y otra que entiende el delito como producto de una realidad social.
Este Informe no es lugar para adentrarse en semejante discusión, pero son indispensables unas pocas precisiones. En primer lugar, la controversia es una cuestión de énfasis más bien que de exclusión: un delito es un acto voluntario del individuo y también es el producto de una situación social. En segundo lugar, y aunque cada corriente criminológica subraya el papel de ciertas causas o ciertos motivos, en general se admite que el delito tiene una etiología compleja o que muchos factores inciden en su origen. En tercer lugar, cada causa o motivo cobija un espectro de delitos más o menos diversos, de suerte que el motivo o causa puede ser más o menos relevante para entender esta o aquella conducta concreta. En cuarto lugar, las causas o motivos tienen distintos niveles de generalidad o de abstracción, de modo que su aplicabilidad a la muerte de Pedro o al robo de Inés es más o es menos inmediata o remota.
La visión del delito como acto individual y voluntario está en la base de las teorías que en criminología se conocen como “clásica” y “neoclásica”, las cuales han tenido especial influencia sobre la evolución del derecho penal. Su versión más conocida es hoy la teoría de la escogencia o de la elección racional, y en especial la del economista Gary S. Becker, quien analiza el delito como producto de un cálculo de beneficios y costos por parte del delincuente. A la luz de este modelo, la clave de las políticas de seguridad ciudadana es desmotivar al delincuente en ciernes mediante una reducción del beneficio potencial (por ejemplo, que las posibles víctimas no salgan a la calle con dinero) o un aumento de los costos eventuales (por ejemplo, un castigo más severo).
La teoría de la elección racional ha sido criticada porque no tiene en cuenta las restricciones que impone la estructura social sobre la supuesta “racionalidad” de las personas, en cambio este modelo tiene la ventaja de que permite contabilizar las más diversas motivaciones y circunstancias como costos o como beneficios asociados con el acto criminal. Lo contrario sucede con las teorías que subrayan el papel de las causas objetivas del delito: aquí se reconoce el peso de la estructura social, pero no se tiene una “unidad de cuenta” (beneficio-costo) sino una diversidad de factores explicativos.
Esos varios factores son la base de las muchas hipótesis que existen acerca de las causas del delito. Desde la composición del adn hasta la influencia de las malas amistades, y desde los cambios de clima hasta las desigualdades de clase, son incontables los factores cuya asociación con el delito ha sido postulada, investigada y más o menos firmemente comprobada. Para darle siquiera una mirada a este panorama abigarrado, es útil distinguir entre aquellas teorías que buscan explicar por qué varía la incidencia o frecuencia del crimen en una sociedad, de aquellas otras teorías que intentan explicar por qué son determinados individuos quienes cometen delitos.

La criminología más especializada y en cierto sentido más rigurosa se ha ocupado sobre todo de la segunda cuestión. Aquí es usual clasificar las numerosas “escuelas” según que destaquen como causa principal del delito un factor o un mecanismo biológico, sicológico o sociológico. La lectora o el lector interesados podrían utilizar alguno de los excelentes manuales disponibles para ahondar sobre este muy complejo asunto; pero, para nuestros efectos, basta con tomar nota de que dentro de cada sociedad hay individuos más propensos a incurrir en delitos, y de que esa propensión está asociada con su exposición diferencial a mecanismos o factores biológicos, sicológicos y sociológicos.
Más relevante para nosotros es la cuestión de la frecuencia o incidencia relativa del delito en distintos países o momentos. Y aquí también son incontables los factores que se han propuesto como explicación y que encuentran algún asidero empírico en los cientos de estudios comparativos que con las más variadas coberturas y metodologías se han llevado a cabo a lo largo de décadas. Y es que, en efecto, la criminalidad es un reflejo más o menos directo de desajustes en uno cualquiera de los componentes o de los “subsistemas” que integran el sistema social. Para distintos países o en distintos momentos, los desajustes pueden provenir principal o simultáneamente de uno o varios subsistemas, y cada desajuste puede asumir una de muchas modalidades.
Es importante advertir que no hay condiciones necesarias ni suficientes de la criminalidad (por ejemplo, hay muchos desempleados que no delinquen y algunos empleados que sí delinquen), de manera que en rigor no estamos hablando de “causas” sino más bien de factores que aumentan el riesgo o agravan la vulnerabilidad de las sociedades al delito. Por lo demás, y aunque no se trata de una lista exhaustiva, la enumeración viene a confirmar la complejidad y la multiplicidad de los determinantes, no ya de cada delito individual, sino además de los cambios en la tasa de criminalidad o en el nivel de inseguridad ciudadana que padecen distintas sociedades. Sin embargo -y sin perjuicio de su diversidad intrínseca- los mencionados desajustes en uno o varios subsistemas sociales repercuten sobre las tasas de criminalidad mediante un mecanismo común, al que podríamos llamar la pérdida o erosión de la solidaridad social (por ejemplo, el desempleo, o el conflicto armado, o el caos urbano, o la falta de policía, o el alcohol, de un modo u otro implican que los lazos sociales se debilitan o pierden eficacia como barreras contra la violencia interpersonal o la delincuencia predatoria).
La noción de solidaridad tiene una larga historia en las ciencias sociales y una diversidad de nombres que le dan matices e implicaciones distintas (“confianza”, “cohesión social”, “capital social”, etcétera). Entre los criminólogos, sin embargo, hay una preferencia algo técnica por la palabra “sinomia”, que acuñó la profesora Freda Adler en un estudio clásico de 1983, donde compara cinco pares de países de distintas regiones y muy distintos perfiles socioeconómicos o culturales, todos los cuales disfrutaban de bajas tasas de criminalidad respecto de sus vecinos (las parejas en cuestión fueron Suiza e Irlanda, Bulgaria y la República Democrática de Alemania, Perú y Costa Rica, Argelia y Arabia Saudita, Nepal y Japón). Cada cual a su manera, estos diez países habían logrado mantener o crear mecanismos informales de control social que preservan y transmiten los valores de respeto y convivencia, vale decir que producen “sinomia” e impiden el fenómeno contrario, al que de tiempo atrás se conocía como “anomia” (“falta de normas”).
En resumen podríamos decir que la relación entre causas y motivos es un tema central de la criminología, que ha dado pie a dos “escuelas” que difieren en cuatro respectos, a saber:

• La dimensión o aspecto del delito que subrayan
– El delito como acción personal y voluntaria, o el delito como patología social
• La etiología o antecedentes del delito que analizan
– Los motivos, o las causas
• La hipótesis o explicación principal
– El delito es un cálculo racional, o el delito se debe a la falta de solidaridad, cohesión o “sinomia”
• La política o instrumento que recomiendan frente al delito
– Una mejor respuesta del sistema de seguridad y justicia, o una mejor estrategia de prevención e integración social.

Cada una de estas dos lecturas cuenta en su haber con argumentos muy sólidos, con evidencias empíricas contundentes y con aplicaciones de eficacia comprobada en muy distintos países, momentos y contextos. Y no se trata, insistamos, de cuál de estas lecturas es “la” correcta, sino de que ambas describen, explican y proponen tratamientos adecuados para una realidad irreductiblemente compleja y multifacética.

Principales desajustes sociales asociados con mayor incidencia del delito
_Subsistema: Desajustes
_Demográfico: Abundancia de hombres jóvenes marginalizados; Urbanización desordenada
_Familiar: Familias disfuncionales
_Laboral: Desempleo
_Económico: Nuevas oportunidades y tecnologías para el
crimen; Pobreza, desigualdad
_Político: Escasa legitimidad del Estado, conflictos armados
_Institucional: Ineficiencia de la policía y la justicia penal
_Cultural (usos sociales): Alcohol, droga, porte de armas
_Cultural (pautas): Tolerancia o legitimación social de la violencia o
de la trampa; Poca valoración de víctimas potenciales.


B. ¿Libertad o determinismo?

Y sin embargo entre la “escuela” de la responsabilidad individual y la de la causación social parece haber una barrera insalvable porque va más allá de las pruebas empíricas y de la eficacia práctica, para tocar el núcleo de la ética: o el delito es un acto libre y su autor por tanto merece castigo, o es el resultado de causas impersonales que diluyen la responsabilidad moral de quien lo ejecuta. Esta es una cuestión abstrusa y por supuesto ha sido tema de largos escritos-que sin embargo no puede quedar sin mención en un informe de desarrollo humano, cuya esencia, dijimos, es la libertad-.
Digamos pues, en breve, que el peso de factores objetivos no necesariamente excluye la libertad. “El ser humano es libre, pero es libre en circunstancias que no son de su elección”. Esta frase famosa viene a aclarar la relación entre motivo y causa de los delitos: el delincuente actúa por su propia voluntad (de lo contrario no hay delito propiamente dicho) pero su decisión está influida por múltiples factores de carácter personal y social.
En términos de las teorías criminológicas que mencionamos, el delito puede ser concebido como el último eslabón de una secuencia de causas y motivos que acercan más y más la comisión del acto. En lenguaje algo técnico diríamos que se trata de una cadena de “probabilidades condicionales”, donde la probabilidad de que ocurra el evento X depende de si ya sucedió el evento Y. Esta cadena en nuestro caso consta de cuatro tramos sucesivos, así:

(1) Presencia de un desajuste social que ocasiona “anomia” (según la tabla 2.1).
(2) Presencia de un factor biológico, sicológico o sociológico que predispone al individuo hacia al delito.
(3) Presencia de beneficios superiores a los costos (motivos racionales).
(4) Evento delictivo.

En estas circunstancias, y a título de ejemplo, razonaríamos que si Miguel es un hombre joven que migró a la ciudad y no encontró empleo -eventos tipo (1)- es más probable que albergue un sentimiento de “deprivación relativa” o que ingrese a una pandilla -eventos tipo (2)-, de modo que no le dé miedo asaltar a un transeúnte o no le parezca grave quitarle su reloj -circunstancias tipo (3)-, y por eso Miguel libremente decide asaltar a Felipe –evento (4)-. O que Alberto viene de una cultura que subvalora a las mujeres (1) y eso ayuda a su personalidad de “supermacho” (2) y a que la policía se abstenga de intervenir (3), ante lo cual libremente decide golpear a Marina (4). O, en fin, que Julián sabe mucho de informática (1), que se siente mal pagado (2) y que calcula que no la agarrarán (3), de suerte que libremente decide desfalcar el banco donde trabaja (4).
Desde el punto de vista de la seguridad ciudadana –que es lo que viene a nuestro caso-, lo anterior tiene una implicación que vale reiterar: no es necesario tomar partido por una u otra escuela -y en efecto no conviene dejarse confundir por el debate entre los “duros” y los “blandos” en materia de seguridad ciudadana-. Para reducir el riesgo o la amenaza de episodios delictivos hay que actuar donde sea más eficiente, y tanto sobre los factores de carácter social y de carácter personal, como sobre los motivos voluntarios que llevan al delito.


C. ¿Prevención o represión?

Como quedó expresado, un aspecto particular de la tensión que separa a las dos escuelas es su preferencia por la “prevención” o por la “represión” como estrategia central para frenar la delincuencia. Simplificando un asunto que admite bastantes más matices, se cree a veces que lo “blando” es prevenir los delitos y lo “duro” es castigar los delitos; y si tuviéramos que situarnos ante esta dicotomía, diríamos que el ideal de seguridad es prevenir el delito y que la exigencia de justicia es sancionar al responsable del hecho delictivo.
O en todo caso ese es el criterio que proponemos, no sin antes explorar un poco más el sentido y alcance de ese tipo de conceptos. La distinción entre estrategias de “prevención” y medidas de “control” es básica en criminología, y por supuesto es muy útil para diseñar o evaluar las políticas en este campo; pero la diferencia es menos nítida de lo que parece, porque las dos expresiones tienen cierta ambigüedad y porque sus efectos no son del todo independientes:

• Castigar o sancionar el delito es una medida “represiva”, “reactiva” o, con palabras más neutras, una medida “de control” que se distingue o se contrapone a las acciones “proactivas” o para “prevenir” la delincuencia. Pero el “castigo” del infractor no se reduce a la cárcel sino que incluye intangibles como el repudio social (fuerza esta que suele ser del gusto de los “blandos”); las sanciones no se limitan a controlar el delito porque el temor al castigo sirve para prevenirlo; el castigo puede conllevar injusticias (para la esposa del reo encarcelado, por ejemplo) y no menos, el castigo puede aumentar la delincuencia, por ejemplo por la vía de crear resentimientos.
• La “prevención” del crimen de hecho se extiende a cualquier medida o situación que de manera directa o indirecta, deliberada o no planeada disminuya la probabilidad de que ocurra un cierto tipo de delito. Por eso el campo de la “prevención criminal” es tan extenso y por eso en distintos capítulos del Informe se pondrá el acento sobre distintos “momentos” y variedades de la misma: desde las medidas integrales para reducir la “anomia” o los programas para corregir desajustes, hasta las acciones expresamente diseñadas para hacer más difícil la ocurrencia de un cierto tipo de delito. A lo cual por supuesto hay que añadir que sancionar el delito es una forma de prevenirlo.


D. Causas y motivos específicos

Los desajustes sociales enumerados previamente son factores que inciden sobre la delincuencia en general, o que crean un “clima” propicio para que aumenten los delitos violentos y los despojos de diversos tipos.
Si aquellos desajustes son intensos, el país es, digamos, muy propenso a conductas criminales. Pero las causas y motivos concretos de cada acto delictivo son por supuesto únicos –y por eso se requiere de un juez que estudie cada caso-.
Entre aquellas causas genéricas y los determinantes de un delito concreto, hay otras causas intermedias o factores que nos ayudan a entender por qué se dan y cuál es la dinámica de cada tipo de delitos: la etiología del homicidio no es la misma que la del soborno, y los motivos o dinámica de un homicidio pasional no se parecen a los de un sicario.


1. Una mirada a las víctimas

Aunque por supuesto estén en el centro del proceso delictivo, los criminólogos les han dedicado mucho menos atención a las víctimas que a los infractores. Esto es perfectamente explicable, pero suele implicar cierta subestimación del papel que en los hechos juega la víctima y –sobre todo- del que deben desempeñar las víctimas para que haya seguridad y justicia.
Miremos a los hechos, brevemente. Los códigos penales suelen calificar como delitos ciertas conductas que no perjudican a otra persona, y en este sentido se habla de “delitos sin víctima”: el consumo privado de sustancias prohibidas y el intento de suicidio son dos ejemplos conspicuos, y por eso muchos opinan que estas conductas no deberían ser catalogadas como delitos. Pero, con esta excepción, todo delito implica una o más víctimas es decir, una o varias personas (naturales o jurídicas) que padecen los perjuicios de la actuación ilícita.
Quizá en la mayoría de los casos, la víctima es sencillamente el sujeto pasivo del delito, una persona que no “contribuye” al hecho delictivo nada más que por haberse encontrado “en el lugar y en el momento equivocados”. Estos son los delitos anónimos, donde la identidad y las acciones de la víctima o víctimas no cuentan para nada en la motivación del delincuente ni en el desarrollo de los sucesos. Pero hay otras situaciones que deben mencionarse porque desde ya sugieren medidas alternativas de seguridad ciudadana:

• Los delitos condicionados por la identidad de la víctima, como son la violencia doméstica, el homicidio pasional o el robo al empleador; estos riesgos ameritan ciertas precauciones individualizadas y suelen dejar ciertas “pistas” que facilitan su investigación judicial.
• Los delitos facilitados por la víctima por medio de “señales” equivocadas o de falta, más o menos flagrante, de precauciones. A veces las señales son inevitables, como en el caso de las personas ostensiblemente débiles (niñas, ancianos, etc.); pero también hay señales evitables, como es el caso de una persona ostentosa o que transita en estado de embriaguez. Sin embargo es muy difícil precisar qué cosas eran “evitables”, porque el rango va desde el descuido más torpe (“casa sola, puerta abierta”) hasta un extremo de rigor que habría hecho imposible la ejecución de ese delito concreto (“si mi reloj hubiera estado en la caja fuerte”). Determinar cuáles sean las precauciones razonables frente a distintas modalidades del delito y cuáles se podían exigir de las víctimas (para efectos del seguro, por ejemplo) es un tema crucial y aún así no muy explorado en la literatura.
• Los delitos coprotagonizados por la víctima, como es el caso usual del homicidio en riña. En el derecho penal, esto da pie a la figura de la compensación de culpas, e incluso se ha llegado a decir que “el delito de estafa no debería existir, porque si usted lo mira bien, el estafado pensaba estafar al estafador”.

Además de sus distintos papeles en el hecho delictivo, las víctimas sufren distintas clases de daño. En primer lugar y por supuesto están la persona o las personas sobre las cuales se ejecuta el acto y son perjudicadas de modo inmediato (el difunto, el portador del artículo robado); un caso particular es el de ciertas personas que tienden a ser víctimas repetidas de un tipo de delito (fenómeno llamado la “multivictimización”). Pero los daños suelen afectar a terceros que por eso merecen atención en tanto víctimas, aunque es menos común hablar de ellos:

• Las familias, allegados y dependientes de las víctimas directas, que sufren de un modo u otro las consecuencias materiales o emocionales del hecho.
• Las familias, allegados y dependientes del delincuente o del presunto delincuente, que padecen las consecuencias de su acto o su presunto acto (por ejemplo, familias cuyo sostén económico está en la cárcel).
• La comunidad local y más allá, la sociedad en su conjunto, que corren con los daños y los costos económicos, sociales y políticos.

Las sanciones impuestas por los jueces ciertamente aumentan la seguridad. Pero aun cuando se trate de hechos delictivos cuyo autor fue empujado por fuerzas inconscientes, el incidente aumenta la inseguridad ciudadana porque produjo un daño objetivo. Y a la inversa: los jueces pueden aumentar la inseguridad si sus absoluciones crean el hecho o la sensación de impunidad, lo mismo que si las sanciones que imponen ayudan a originar otros delitos.

Desde el punto de vista normativo es aún más necesario destacar a las víctimas del delito. Si uno recuerda la barbarie de los juicios medievales y la -todavía hoy- difícil lucha por los derechos humanos, entiende bien por qué los juristas han dedicado tanto celo a defender el debido proceso y los derechos del autor presunto o comprobado de un hecho delictivo. Pero esto no ha de ser óbice para reiterar que la razón principal para ocuparse de la seguridad ciudadana son los derechos humanos -y el desarrollo humano- de las víctimas potenciales o actuales de un delito. Cierto que el delincuente y la víctima son seres humanos con iguales derechos y que los derechos del delincuente no pueden ser vulnerados a ningún título; pero no menos cierto que el delincuente ha violado los derechos de su víctima y que la reparación del daño ilícito es consustancial a la justicia.


2. Sobre el sistema de justicia penal

La respuesta institucional de la sociedad ante el hecho cumplido de un delito está a cargo del sistema judicial. Necesitamos precisar que la tarea esencial del aparato judicial es medir la responsabilidad de la persona o personas acusadas como autores del hecho delictivo y ordenar las sanciones respectivas conforme estén previstas en la ley.
Así, distinguir entre motivos y causas del delito no es solo la mayor dificultad que enfrenta la criminología sino también, en cada caso concreto, la labor más delicada que encomendamos al juez. En efecto, para que exista responsabilidad penal, los móviles del autor deben ser conscientes, ser libres y ser ilícitos: no sería justo condenar a Juan si no se dio cuenta del hecho, si no podía evitarlo o si tenía el derecho de hacer lo que hizo. Pero de estas circunstancias la segunda es especialmente debatible porque siempre habrá un espacio para argüir que Juan en realidad no podía evitar lo que hizo, que su conducta fue determinada por fuerzas inconscientes u objetivas, por los desajustes sociales o, más cercanamente, por alguno de los factores biológicos, sicológicos o sociales que proponen las teorías sobre el crimen.
Determinar hasta dónde la acción de alguien fue libre es la tremenda responsabilidad de su juez y es la delgada línea que decide si como sociedad fuimos justos o injustos al condenar a esa persona. Y en este punto es importante reiterar que la justicia y la seguridad son dos cosas distintas, aunque estén muy ligadas. Las sanciones impuestas por los jueces ciertamente aumentan la seguridad -en el grado en que impidan que el condenado vuelva a cometer delitos o en que disuadan a otros de cometerlos-. Pero aun cuando se trate de hechos delictivos cuyo autor fue empujado por fuerzas inconscientes, el incidente aumenta la inseguridad ciudadana porque produjo un daño objetivo. Y a la inversa: los jueces pueden aumentar la inseguridad si sus absoluciones crean el hecho o la sensación de impunidad, lo mismo que si las sanciones que imponen ayudan a originar otros delitos (por ejemplo, a través de la “escuela de la cárcel”).
La justicia y la seguridad son distintas porque encarnan dos valores diferentes. Y esto tiene dos corolarios importantes. Corolario 1: en el caso hipotético de un conflicto, el valor de justicia debe prevalecer sobre el de seguridad; en un Estado de derecho no se puede castigar al inocente ni se puede perdonar al culpable so pretexto de evitar más delitos (y decimos “so pretexto”, porque una justicia que en efecto sancione al culpable y en efecto proteja al inocente es una justicia que crea seguridad). Corolario 2: el papel principal de los jueces es ejercer la justicia y el papel principal de la policía –en su sentido más amplio- es proveer seguridad ciudadana (lo cual, como veremos, cuenta bastante para el diseño de las políticas públicas).


3. La sociedad, los delitos y el problema del crimen

Vimos cómo el contexto social puede empujar al delincuente, cómo la sociedad es víctima del delito y cómo el sistema judicial aplica las leyes penales existentes en cada país. En este sentido, la sociedad está presente y actúa a través de los otros tres actores. Pero detrás de ello y además de ello, hay un papel decisivo que desempeña la sociedad: decidir cuáles conductas son delitos y en qué consiste “el problema de la inseguridad”.
Anteriormente distinguimos entre mala in se y mala prohibitia, aclarando que los primeros son actos intrínsecamente reprobables y los segundos son reprobados solo por convención social. Esto implica que en podamos llamar delitos a conductas que no son condenadas en ciertos grupos sociales (el linchamiento, la violencia contra la mujer), lo cual es una postura consecuente con el enfoque de desarrollo humano, que afirma una ética universal, independiente de las modas sociales. Pero existe otra escuela en criminología -el “positivismo”- que define los mala in se como conductas prohibidas de hecho en todas partes y los mala prohibitia como conductas prohibidas en algunas sociedades. En esta lectura positivista, cada sociedad define a su manera las conductas que tratará como delitos.
Y de todas maneras, cada sociedad escoge cuáles conductas censurar como mala prohibitia y cuáles son las sanciones que impondrá para cada tipo de delitos. Un ejemplo conocido de lo primero es el expendio de bebidas alcohólicas, penalizado en los países musulmanes o en Estados Unidos entre 1919 y 1934. Ejemplos de lo segundo son los debates periódicos sobre la pena de muerte y el aumento o la disminución de los años de cárcel asignados a ciertos delitos, en la medida en la cual la sociedad cambia su estimación acerca de la gravedad de las ofensas. Estas decisiones sobre delitos y sanciones se recogen en el código penal, usualmente adoptado por intermedio del órgano legislativo.
La definición legal de los delitos y de las penas es una concreción formal de las percepciones y sentimientos que alberga cada sociedad respecto de aquellas conductas ofensivas. Esta concreción es importante porque delimita las actuaciones del sistema judicial, cuya tarea, dijimos, es aplicar el código penal a cada hecho en particular. Pero las leyes y los juicios penales son como la punta del iceberg, una expresión formalizada del complejo mundo de percepciones y sentimientos que para cada sociedad constituye “la criminalidad” o “el problema del crimen”. Más allá de la dicha expresión formalizada, tal universo (a) tiene otras varias expresiones, más o menos informales y (b) solo en parte depende de las consideraciones de justicia que en teoría guían a los jueces -y a los legisladores-.
En efecto, la concepción sobre “el problema del crimen” determina u orienta las políticas oficiales en materia de seguridad (políticas que suelen implicar toda una fisonomía o un estilo de gobierno) y alimenta un repertorio amplio de prácticas sociales referidas a las presuntas causas del crimen, a los presuntos (o probados) criminales y a las medidas que presumiblemente deben ser adoptadas por el Estado, por la comunidad o por uno mismo para prevenir esos hechos lesivos o como reacción ante ellos.

No menos importante, una parte de la imagen de “criminalidad” viene dada por consideraciones de justicia: las conductas que causan daño injusto deben ser sancionadas -y como sociedad tenemos el derecho y el deber de sancionarlas-. Pero no es fácil decidir qué es lo justo, y en todo caso “el problema de la criminalidad” no se reduce a la justicia. Tanto o más decisivas pueden ser las consideraciones de seguridad o por mejor decir, de inseguridad percibida.
Sería ingenuo ignorar la existencia de riesgos reales, de una probabilidad objetiva y más o menos elevada de ser víctima de un determinado tipo de delito. La conciencia de estos riesgos es una fuente saludable de temor, pues anticipa un peligro para nuestra integridad y es parte del instinto de supervivencia.
Es más, en la medida en la cual aumentan la frecuencia o la gravedad de los hechos delictivos –en la medida en que crece la inseguridad objetiva- es natural que aumente la inseguridad percibida por las personas expuestas al riesgo y por la comunidad en su conjunto; y de hecho, a juzgar por los estudios, la percepción de inseguridad no parece aumentar significativamente sin un incremento real de la actividad delictiva. Sin embargo, una vez que aumenta la percepción de inseguridad, ella tiende a adquirir una dinámica propia e influenciada por factores distintos de la inseguridad objetiva.
En tanto construcción social, el problema del crimen no se alimenta solo de consideraciones acerca de la justicia y del riesgo real o percibido, sino además de preconceptos arraigados en la mente colectiva. Por una parte, los delitos sancionados por la legislación penal son apenas una clase de conducta desviada o, con más precisión, es una de las varios tipos de conducta “desviante”, que el grupo desaprueba porque son dañinas (el cigarrillo, la vagancia), pero también porque son atípicas (desórdenes mentales) porque se apartan de las convenciones (como las faltas de cortesía) o simplemente porque son distintas (como suele ocurrir con los extranjeros).
Por otra parte, en el problema del crimen se entremezclan el temor al delito con otra serie de miedos más difusos, como el miedo a los pobres o a los inmigrantes porque “son los criminales” y más allá, porque nos quitan los puestos de trabajo, congestionan nuestros servicios de salud o desdibujan nuestra identidad nacional. Debajo de estos estereotipos y estos miedos están los ecos de la mente primitiva y están las fuerzas oscuras del inconsciente, que se expresan con singular intensidad en la figura del chivo expiatorio, en nuestra reconocida predisposición sicosocial a descargar las ansiedades difusas y sobre un objeto visible, cercano y fácilmente alcanzable.
La intensificación del “problema del crimen” se debe pues al deterioro de la seguridad objetiva, pero además se debe a los mismos desajustes en el sistema social que propician aumentos en la frecuencia de hechos delictivos: el desempleo, el caos urbano o la proliferación de armas, por ejemplo, no solo son caldos de cultivo para el delito, sino también fuente de suspicacias, intolerancias y miedos que confluyen en la imagen de “la criminalidad”. En este sentido vale decir que la percepción de inseguridad es parte del problema, lo cual significa tanto que esas percepciones pueden obstruir la solución “racional”, como que las políticas públicas deben atender al doble desafío de mejorar la seguridad objetiva y mejorar la seguridad subjetiva.
Y es porque en efecto, hasta un cierto punto, la inseguridad subjetiva puede cambiar sin que cambie la inseguridad objetiva: iluminar bien las calles, por ejemplo, puede disminuir el miedo de los transeúntes sin que necesariamente hayan disminuido los asaltos. Esta relativa independencia sin embargo, se presta a la manipulación interesada y más o menos deliberada del sentimiento de inseguridad ciudadana por parte de actores influyentes. Por ser de exageraciones, distorsiones, información selectiva y asociaciones tendenciosas, es posible pintar una imagen de la criminalidad que alarme a la comunidad pero que ayude a ciertos intereses financieros (los vendedores de armas) intereses políticos (los candidatos “duros”) o intereses mediáticos (la “crónica roja”); y así, no es de extrañar que el problema de la criminalidad ocupe tanto espacio en las batallas por los contratos, por los votos y por las audiencias.
Por todas las razones anteriores, la imagen social sobre la criminalidad puede apartarse de los hechos como son -o como los vería un observador calificado, imparcial y con acceso a información-. Y puesto que la imagen de la criminalidad influye tanto sobre las políticas y prácticas sociales referentes a la seguridad, debemos advertir cómo “el problema de la inseguridad” suele ofuscar la escogencia de métodos racionales para aumentar la seguridad ciudadana:

• Primero y por supuesto, la opinión pública exige remedios inmediatos para los que a menudo son síntomas, y se impacienta ante la búsqueda de causas (que, sabemos son complejas) o ante las estrategias de más largo plazo.
• Segundo y para más, la “criminalidad” engloba una serie de delitos o aun de conductas desviantes muy distintas, cuyas causas, efectos y terapias son distintos. Poco tienen que ver los homicidios de mujeres a manos de sus parejas con los ajustes de cuentas del crimen organizado y menos tienen que ver con el robo de automóviles o con el robo de celulares; todos sin embargo son hechos que generan alarma y suman al “problema del crimen” de manera imprecisa.
• Tercero y tal vez más engañoso, en el “problema del crimen” entran hechos, estereotipos y miedos de índole muy distinta. Los prejuicios y temores infundados desvían las políticas de seguridad ciudadana y tienden a teñirlas con el sesgo de ciertos grupos sociales, pues esos miedos y preconceptos varían con la clase social, el sexo, la edad, o el lugar de residencia. Por eso en las creencias sobre la inseguridad y en la adopción de medidas de seguridad suele predominar el interés de los varones de clase alta que viven en las ciudades. Y en todo caso esos sesgos impiden o dificultan la protección universal contra los riesgos objetivos del crimen, que habría de ser el propósito esencial de las políticas de seguridad ciudadana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario